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Historias del Kronen, leída casi veinticinco años después

Leer hoy, por primera vez, Historias del Kronen, casi veinticinco años después de su publicación en 1994, te da suficiente perspectiva como para desligarla del fenómeno mediático que se le adhirió (Montxo Armendáriz la adaptó al cine en 1995), y que despistó un poco, como también es natural, la percepción crítica de la novela. Ahora la podemos leer sin prejuicios, olvidándonos de todo, y entrar en el texto y ver qué tiene de literatura real.

Flaco favor se le hace a la novela si decimos que es la Menos que cero española, o más concretamente madrileña, pero –la verdad- así es. Leídas las dos novelas, vemos que la deuda, sin embargo, está bien asimilada: aprendiendo la lección de Easton Ellis, José Ángel Mañas supo integrar un estado de ánimo generacional en su libro, y reflejar el ocio ensordecedor de la juventud con un sabor muy local, muy de aquí. Madrid también es, como Los Ángeles, una megaurbe que aliena a quienquiera que viva en ella. En cualquier caso, José Ángel Mañas debutó con una novela que, veintitrés años después, sigue respirando, y es hoy la gran novela que ya era en su momento, aunque entonces fuera más difícil de ver. (Tan sonoros éxitos como este es bueno leerlos pasado un tiempo. Como también sería bueno (re)leer Nocilla Dream de aquí quince años).

Como los personajes de Easton Ellis, los de Mañas pertenecen a las clases altas de la ciudad, salen de fiesta, se drogan, son indolentes y fríos. Calculadores e insensibles, están blindados ante el sufrimiento de los demás. Carlos, el narrador en primera persona y a través del cual conocemos todo el submundo fiestero de la ciudad, desprende una frialdad constante y con todos, pero también puede parecer impostada, como si fuera el papel que le toca interpretar en ese momento de su juventud. Rodeado de gente afín, Carlos parece que tenga que ser siempre más que el resto. ¿Pero cómo es este Carlos, en realidad? ¿Es tan cruel como parece? ¿O, como digo, es una fachada con la que esconde sus miedos y su soledad? ¿Estamos ante un joven, como tantos otros, enfadado y contestón, o ante alguien realmente enfermo? La novela va adentrándose en ese camino, en esa investigación del comportamiento humano, hasta llegar a un final explosivo (al que luego volveré). 

Carlos es inteligente, tiene gustos algo perversos (sus películas favoritas son Henry, retrato de un asesino, y La naranja mecánica, y lo que más le gusta ver en esas películas, aquello con lo que se recrea sin parar, es con las violaciones); según él, la chica filipina que trabaja para ellos es “la fili”; las chicas no son chicas sino “cerdas” (incluidas las novias de sus amigos, ahí viene tal “con su cerda”, por ejemplo), y nos dice que “no le gustan las gordas”. Ese ese tipo de persona. La voz narrativa se configura, así, como la punta visible de una actitud agresiva, antipática, de un estado de ánimo en permanente enfado que se traduce en crueldad verbal hacia todo el mundo, familia incluida. Esa voz acaba siendo la puerta de entrada hacia una personalidad más compleja, con los matices y las contradicciones propias de la naturaleza humana, que no esperábamos al inicio de la novela. Sí, es desagradable con su hermana y tiene una actitud muy hiriente con quien le rodea, pero esa crispación está salpicada de momentos que no encajan en alguien que sólo que es así, que sólo es eso. En la página 42 vemos unas reflexiones a vuelapluma sobre el cine que son impropias de un joven, podríamos presuponer por su conducta, descerebrado e inmaduro. Hay una estimulante contradicción, aquí, y eso nos permite conocer mejor al personaje. 

La novela tiene fuerza, tiene garra, y la oralidad, ese territorio del lenguaje de tan inmediata caducidad, sigue viva: pienso en las conversaciones que mantienen en las discotecas, o en el argot, ese lenguaje cifrado que, pese a a los años transcurridos, aún funciona, salvo, quizá, por el apelativo “tronco”, que nunca lo he escuchado tantas veces en una misma conversación. Carlos, el narrador, rico y sin ganas de trabajar, reproduce, al hablar con los demás, la pronunciación de “la fili”, que dice “trabijo” por trabajo, o "Miguil" por Miguel. Pero también le pasa a él cuando dice Pizzajat o Beitman. Ese doble rasero está bien representado por parte de Mañas. De un modo sencillo pero eficaz. 

La novela también recuerda a la juventud universitaria y perturbada de la ópera prima de Amenábar, Tesis. No sólo está presente Menos que cero en esta novela: los personajes empiezan un debate entre American Psycho y Sin noticias de Gurb. Pese al despistado lector de Mendoza, el grupo de amigos se regodea comentando las atrocidades de Bateman, las de La matanza de Texas, “la película más cojonuda que existe”, y hablan con una preocupante curiosidad de las snuff movies, que si serán verdad o no. Algo forzadas las referencias, más por inesperadas que por mal entretejidas en la narración, pero demuestran las contradicciones de la personalidad del narrador y de su grupo de amigos. En ese ambiente enrarecido caben las matanzas de Bateman y el humor de Mendoza. (También demuestra que Bret Easton Ellis estaba ahí escondido, entre las lecturas de Mañas). Así es el grupo de amigos de Carlos: gusto por lo extremo, por las drogas, el alcohol, la fiesta y poco más.

Uno de los pocos momentos en los que a Carlos no se le ve tan desagradable es cuando va a ver a su abuelo, que, conservador y nostálgico, le dice que “la televisión es la muerte de la familia”. Se lo dice a alguien que cree que “el pasado es siempre aburrido”. Vemos que, a diferencia de lo que veíamos en Menos que cero, en Historias del Kronen al menos hay un núcleo familiar que incluye al abuelo. Es un núcleo bronco y distanciado y desafecto, pero familiar. 

No sólo los diálogos son creíbles, ni sólo la jerga suena a real: las conversaciones que tienen los personajes por teléfono y las noticias del telediario también están retratadas con la espontaneidad de lo que es natural. La enumeración de noticias, como al inicio del capítulo IX, son un párrafo impersonal que se corta con la intromisión espontánea del algún personaje. Historias del Kronen se aparta lo suficiente de Menos que cero como para que, aún pudiendo hacer esa comparación con justeza, podamos asimismo desligarla de ella y valorarla independientemente del peso de su influencia.  

El final revela una destreza técnica que redondea el conjunto de la novela. El autor ya nos ha ido dejando pistas de la progresiva decadencia moral del narrador, y el final, tanto por ese pseudomonólogo acelerado, alucinado, como por el cambio de registro del epílogo, es un cierre lapidario. Es un final sin consuelo. Sin esperanza. Y cuánto depende Roberto de Carlos, uno de sus mejores amigos, y qué incapaz es, pese a todo, de superar esa ciega dependencia. Es un mazazo que cierra, como digo, las historias que pivotan alrededor de ese bar de copas llamado Kronen. Leída ahora, a principios de otoño de 2017, Historias del Kronen tiene más potencia y credibilidad que muchas novedades escritas por los coetáneos del autor, y más, también, que otras obras escritas por autores de la generación posterior. Algunas actitudes de sus protagonistas hacen pensar en la reciente película política Selfie, de Víctor García León. Hay visibles pasadizos entre ambas obras. La sombra del Kronen sigue siendo refrescante.

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