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Una rara flor

En Intemperie se convocan los talentos de Miguel Delibes y de Cormac McCarthy. Esto ya se ha dicho; el autor, Jesús Carrasco, en una entrevista, ha reconocido su afinidad con estos escritores. Un gesto valiente el de ir a buscar la literatura propia en esos referentes (por tratarse de gente de tanto peso); como también lo es el publicar un libro que nada a contracorriente entre lo que escriben sus contemporáneos. Carrasco va a su aire. En una entrevista dijo que le interesaban más los temas de siempre, los temas antiguos, que las novedades pasajeras. Claro que sí. Estamos, pues, ante un autor muy seguro de sí mismo, y con una propuesta literaria sólida, que, como mínimo, no ha dejado indiferente a nadie.

El resumen de la novela: Un crío se esconde. El alguacil y sus secuaces le están buscando. Con furia. El niño está petrificado de miedo. Con las horas, se encuentra con un viejo cabrero; se apoyan mutuamente, y juntan sus caminos.
           
La relación que se establece entre el niño y el cabrero, ya desde el inicio, recuerda a la que vemos entre el padre y el hijo en La carretera. Es una relación simbiótica, consoladora. Avanzan como pueden por un paisaje hostil, inermes, dependiendo siempre de su instinto de supervivencia. La todopoderosa sequía y los estallidos de violencia, que progresivamente merman su avance, también nos traen a la memoria el libro de McCarthy. Los pocos elementos cienciaficcionescos de La carretera desaparecen aquí por completo, claro, pero, por lo demás, aparte de la estructura narrativa  y la relación entre los personajes, comparten el paisaje y la violencia que se derivan del mundo liquidado en el que viven.

El crío y el viejo hablan poco. La dura losa que les ha caído encima hace que la relación entre ellos no pueda sino ser áspera, alejada de toda ternura, pero fertilizada por la solidaridad y la complicidad natural entre perdedores. Así, se conocen más por sus silencios que por sus (raquíticos) diálogos: más por la observación mutua, callada, que por sus diálogos. Por otra parte, los ecos delibesianos están en la descripción del paisaje, en cómo moldea Carrasco el castellano hasta convertirlo en una pasta maleable con la que cubrir esa dañina intemperie, y en –también como McCarthy-, la relación paternofilial que surge entre los protagonistas, parecida a la de Las ratas.

Pero Intemperie rezuma literatura en muchos otros sentidos. Cuando llegan a las ruinas del castillo no podía dejar de pensar en los versos de Quevedo: “Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya desmoronados”. No hay ningún guiño por parte del autor, ni nada que nos haga pensar directamente en Quevedo, ni puedo (ni sé cómo) justificar esta asociación, pero el pesimismo barroco de esos versos levita sobre toda la escena. De todos modos, como decía antes, la solidaridad, la lealtad, la valentía son los valores que vemos brotando en ellos al verse despojados de cualquier atisbo de civilización. Cuando todo está teñido de esa fría oscuridad, crece entre ellos lo que el niño, hasta ahora, jamás había conocido, y lo que el viejo, ajado y solo, creía haber perdido: el calor humano.
            
(Esto también se refleja en el narrador. Al final del segundo cuento de Los girasoles ciegos, el narrador decía: “creo que ésa no es edad para tanto sufrimiento”. El narrador se hacía eco del dolor de sus personajes, de sus adolescentes perdidos; la postura del narrador de Intemperie, recuerda, en ocasiones, a la del cuento de Alberto Méndez: ambos interiorizan el sufrimiento ajeno, y ello se trasluce en su voz).

La escena que antecede al final no llega a las cotas de brutalidad gráfica del final de Mazurca para dos muertos, de Cela, donde las mandíbulas de los mastines despedazan lo que una vez fue un cuerpo humano, pero lo insinuado, lo no dicho, sí está a la altura de esa violencia. Jamás sabremos por qué huyó el niño; pero ahí, hacia el final, con esas descripciones y con esos vacíos, vemos (o intuimos) que huía de un sinfín de horrores. Lo mismo que el cabrero. ¿Qué relación le unía al alguacil? ¿Cuánto hacía que vagaba solo por los heridores campos castellanos? Por eso, encuentro que lo no explicitado, lo eludido en la narración cobra fuerza y existe en una especie de relato fuera del relato. El narrador cuenta lo que ve (relato A). Y lo eludido, ese relato fuera del relato, es el horror puro del que hablaba Jospeh Conrad (relato B). Así, al principio leemos el relato A; a medida que avanza, éste se convierte en AB (esos vacíos argumentales empiezan a llamar la atención); para acabar leyendo el relato B (donde lo que ronda nuestra mente al acabar la novela, con obsesiva insistencia, es lo que no hemos leído). Es algo parecido a lo que pasa con Alba Cromm, de Vicente Luis Mora. 

Otro de los grandes aciertos, a mi juicio, es que la relación paternofilial se invierte a lo largo del relato. El viejo cabrero, esquelético, ya no ofrece, porque ya no puede,  protección al niño; es él quien tiene que adoptar el papel de líder, de guía, cuando, por edad e inocencia, no le pertoca (como al personaje de Jon Voight en Deliverance, que en un momento dado debe asumir el papel de personaje fuerte cuando no lo es). Las obligaciones y las circunstancias, más fuertes que los protagonistas, fuerzan en ellos un cambio antinatural. Lo que fortalece a uno, debilita al otro. Ahí es donde el narrador ahonda en sus personajes: les vemos yendo al límite. Un acierto que recuerda a la evolución de Quijote y Sancho. (Lo que quiero decir es que la evolución es la misma: se invierten los papeles. Nada más).

Por otra parte, y como he apuntado antes, el de Jesús Carrasco es un lenguaje plástico que se ciñe como un guante a la realidad agreste del relato, puntuado ocasionalmente por sorprendentes fogonazos líricos. Algunas críticas han mencionado la labor de rescate que ha llevado a cabo de un castellano que hoy suena arcaico y desconocido, pero eso no impide que aquí y allá salten pequeñas chispas de lirismo contenido. No estamos ante una explosión de lenguaje (como en Hilos de sangre, de Gonzalo Torné), sino ante una contención de lenguaje. En cualquier caso, para mí, sus descripciones, pese a que algún crítico lo ha afirmado, no aburren ni se hacen largas.

Lamentablemente, leyendo la novela se hace inevitable el recuerdo constante de La carretera. Se estructuran igual: el instinto de supervivencia les obliga a avanzar (hacia ninguna parte); es un camino recto jalonado por ocasionales picos de violencia. Así, pues, no sé si es que estamos ante una novela demasiado deudora de sus antecedentes, o si es que yo fui incapaz de quitarme de encima la alargada sombra de McCarthy. Ese es el único reparo que le puedo hacer a la novela de Jesús Carrasco, y que atribuyo más a un fallo mío por no saber desprenderme de la lectura precursora que a un fallo del autor.

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